SEÑALES Y CAMINOS

Bastó solo un determinado giro hacia la izquierda y desde ese momento ya no hubo marcha atrás. Una mañana de junio, Elena había despertado temprano como de costumbre, justo dos minutos antes que sonara la alarma que ya tenía programada para todos los días a las 6:40AM. Su cuerpo ya había internalizado esta rutina y casi en automático, le abría los ojos y la hacía quedar sentada en la cama; estiraba los brazos y ponía sus pies en el piso para encaminarse a las faenas del día. Cuidaba sus pasos para no despertar a Andrés, quien dormía plácidamente hasta que Elena le avisara que todo ya estaba listo, como a un niño. Entonces Andrés se dirigía a la cocina y sin lavarse la boca, lo primero que se metía al sistema era la taza -casi desbordándose- de café clarito con tres cucharadas de azúcar. Elena rescataba del fondo de la greca lo que sobraba mezclado con la borra y así, puya, se daba su tacita mientras servía el desayuno para que el hombre de la casa pudiese irse a su puesto de guardia palito en la entrada del dispensario con la barriguita llena y el corazón contento.

Casi no se decían nada porque Andrés aprovechaba las mañanas para ver las grabaciones de los juegos de pelota mientras desayunaba ya que según él, era el único tiempo libre que tenía. Elena ya se había acostumbrado a su presencia ausente así que mientras Andrés estaba en la suya, ella se metía a Facebook para ponerse al día con las cosas que pasaban en el país. Se topó con una convocatoria para artistas y artesanos, una residencia artística en la ciudad capital -como un retiro- y se perdió por un instante en una memoria. Recordó lo mucho que disfrutaba pintar y se preguntó cuánto tiempo había pasado desde la última vez que sus manos habían creado algo. No supo responderse pero al volver a su presente notó que Andrés seguía viendo su juego. Pensó interrumpirle, este hubiese sido un buen tema de conversación pero...

El reloj marcó las 8:15AM, hora de salida. Andrés se levantó bruscamente de la mesa inundando el espacio del mal humor que desde hace un tiempo le acompañaba siempre, consecuencia de su desorden de ansiedad desatendido. «¡Puñeta, ya estoy tarde!» había sustituido el «¡que tengas un lindo día, te veo horita!» de antes. Ya ni el «te amo» por costumbre. Elena también lo había eliminado de su monólogo mañanero. Se cansó de decirlo al aire, de no recibir respuesta. Tan pronto Andrés salió por la puerta, la casa empezó a respirar en paz. Luego de recoger la mesa y limpiar la cocina, Elena se dirigió a su cuartito, el que el día de la mudanza -a falta de hijos- denominó «su taller» teniendo presente que lo otro era su esperado propósito. Buscó en los cajones sus viejos materiales de trabajo, el que había dejado a un lado para cumplir con su rol de esposa. La pintura blanca estaba seca. Otros colores también, pero no tener pintura blanca es imperdonable para cualquier artista, y lo sabía. La pintura blanca se usa para difuminar, crear nuevos colores y lo más importante, borrar cualquier error y pintarle encima como si no hubiese pasado nada. Además, necesitaba uno o dos Canvas vacíos, entre otros materiales que a falta de uso, se le habían ido a huelga.

Unos meses atrás, en una de las acostumbradas conversaciones con su madre, Elena le había contado un sueño que tuvo. «Estaba sentada frente al caballete pintando un autorretrato. Ya casi estaba listo, solo me faltaba terminar el rostro. No sería tan difícil después de mirarlo varias veces. De repente, el espejo dejó de espejar. Los trazos se volvieron torpes como si nunca hubiese sujetado un pincel y en el rostro se empezó a formar una creciente mancha blanca que se fue esparciendo por todo el Canvas hasta volverlo a dejar vacío». Su madre era una mujer firme y espiritual, la conocía más que nadie. «Quizás lo que necesitas es un tiempo para ti. Volver a encontrarte. Seguramente por eso no podías pintar tu rostro». Elena no le hizo mucho caso en ese momento, era costumbre suya eso de buscarle la quinta pata al gato poéticamente para interpretar los sueños. Pero parada en medio de su taller, recordó el sueño, la explicación de su madre, y le hicieron eco las últimas palabras que le dijo, ese «sabes que siempre puedes volver acá, ahí está tu cuarto, listo» con el que cerraba todas sus conversaciones desde la primera mudanza hace doce años para ir a la universidad.

Como si se tratara de una epifanía, Elena se dirigió rápidamente a su cuarto, agarró la mochila que reposaba en la parte de arriba del clóset y siguiendo el método de Marie Kondo, hizo una consciente selección de ropa y otras posesiones esenciales. Volvió a la cocina y repasó con la mirada que todo estuviese en orden. Agarró la pizarra pegada con imanes a la nevera y escribió: «se me acabó la pintura blanca».

Era cerca de la una de la tarde cuando se montó en su carro. Al final de su calle hay dos opciones: a la derecha, te lleva «al pueblo» donde encontrarás panaderías, farmacias, uno que otro chinchorro, oficinas de médicos generalistas y uno por especialidad, la plaza con su iglesia, el supermercado versus colmaditos en resistencia, la cooperativa y el banco nacional, el dispensario (que es nuevo) y un par de esqueletos de casas y edificios. La calle a la izquierda te lleva al expreso y a todo lo demás que no tiene el pueblo.



— MELISSA ORSINI 

Borikén, El Caribe

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