TERROR Y MISERIAS DE LA ISLA ESTRELLÁ


Góndolas vacías. No quedaban más que las sobras de chatarra disfrazada de comida. Ya había leído algo de eso en alguna red social, pero nada como verlo. Nunca nada es igual a lo que uno pensaba cuando finalmente lo ves. Pocas cosas, algunas sí. Y no es que leerlo no fuese advertencia suficiente, es que ameritaba correrse el riesgo. Esta vez, me resultó espantoso transitar los pasillos del área de supermercado de -lamentablemente- la mega tienda esa, que de no haber sido por la hora y la facilidad que tiene de uno poder llevarse dos o tres cositas, no la pisaría. Y sí, lo digo sin remordimiento alguno, he faltado al séptimo mandamiento. Últimamente, me gusta mucho el siete. He robado, sí, por honesta necesidad y solamente a millonarios. Así que no me arrepiento absolutamente de nada. 

Decía que transitar por los pasillos me resultaba espantoso. Parecía como si una estampida hubiese arrasado con todo lo que encontró a su paso. Similar a la noche aquella antes del vendaval categoría cinco. El innombrable — que nadie se saca de la boca. Pero esta vez, como otras antes, la catástrofe llegó dentro de sacos de piel, tripas y huesos. La especie superior. Cruzaron aguas y cielos, rumbo a tierra robada. Plantaron bandera y levantaron nuevas murallas: idioma, color de piel, dígitos adicionales en la cuenta bancaria -deshonestos e innecesarios- y acompañada de estos, una insoportable prepotencia; unos aires apestosos de supremacía y un complejo de heroísmo copiado de tirillas cómicas. Le cambiaron el precio a la vida, lo hicieron impagable. Nos condenaron a la miseria. Se inventaron títulos de propiedad e incluso, un precio a la luz del sol. 

Yo siempre le huí a ciertos sentimientos, aunque sé que no es lo más saludable. La que fue mi psicóloga -la única que he tenido porque no he podido volver a pagar por terapia- no estaría de acuerdo. Sé que ella diría que hay que aceptar estas partes tan humanas como las demás, así habría menos rencor acumulado y una poca libertad. No te preocupes, ocúpate — ese es el mantra que me solía repetir ella para tratar mi ansiedad. Pero si supiera las maneras que realmente considero para ocuparme, de seguro no aprobaría. Ella diría que lo escriba y lo queme. Que lo respire, lo aguante hasta cinco y que lo suelte. Por eso pensé que mejor huirle a padecer ciertos males sociales que hacen que respirar sea más difícil. Ahora, tengo que confesar que se me olvidaron todas las técnicas de mindfulness al escuchar tan cerca de la oreja este idioma que conozco bien porque crecí con la lengua dividida en dos, y desde mi boca, engañó a muchos turistas montones de veces, haciéndome alfiler que amenaza su burbuja. Escucharlo en el supermercado -uno lejos de la capital- me provocó un cringe instantáneo que no había sentido nunca. Como quiera me dije en la mente pichea, son personas también, quizás estos son distintos y seguí. No quería formar un papelón, suficiente me era con el scavenger hunt en el que se había convertido mi noche. 

Originalmente eso iba a ser un viajecito rápido a conseguir lo esencial: huevos, pan, bacon de pavo y queso para el desayuno; leche de avena (ahí venden la que sabe rica); creo que hacía falta mantequilla (cogí por si acaso); encontré unos bagels en pan brioche y se jodió, porque eso quiere decir que hay que coger cream cheese

— ¿Nos podemos ir ya? — me preguntó mi novia, con evidente incomodidad.

— Lo tengo casi todo, solo me faltan los hue… 

¡No habían huevos! O sea, no es solo el hecho de que ya casi no se consiguen huevos puestos en la isla, es que no había de los gringos tampoco. El huevo siempre ha sido un elemento sustancial en todo buen desayuno. Fritos, dentro del pan, encima del waffle, hervidos, revueltos, you name it — pero nunca puede faltar. Y pues sí, me bastó con no encontrar huevos para llegar al segundo del presente: la invasión es real y ya nos está dejando sin comida. No basta con la vivienda, los espacios verdes, los empleos, las estructuras. No. También la comida, la esperanza, el gentilicio, la dignidad. Aquí no hay espacio para tanta gente, nunca lo ha habido. Es ahora más que nunca que lo entiendo. Esta cultura que nos inventaron y embutieron, nos mal acostumbró a recibir bien a quien sea. ¡Está escrito que hay que poner la otra mejilla! Así el Dios blanco amaestró a los pobres pintos que le tuvieron que escuchar, sin remedio. Y así también ahora.

Y no es que yo dudara de lo leído en las tantas y tantas acotaciones que le hace cada boricua al espectáculo de vivir en esta isla — increíble lo mucho que se puede decir en 140 caracteres. Como se hila información entre memes, TikToks que no entiendo, gifs y ahora hasta stickers. Yo lo creía todo, porque ¿cómo no? ¿Qué otra cosa podría sorprenderme? Incluso en el pueblo que ahora me acoge, escuché ecos de este otro idioma en un puesto de gasolina. Hasta al campo llegaron, sí. La recolonización avanzó isla adentro, la capital la perdimos hace mucho. ¡Se pasean por sus calles en scooters eléctricas! No tienen siquiera la decencia de usar sus propios pies, todo motorizado, automático, sin esforzarse. Se toman fotos frente a puertas que resisten, van descubiertos, amenazantes y en manada — a ocupar todos los espacios; restaurantes, chinchorros, cafés, plazas, barras, colmados, tiendas de souvenirs, portan con orgullo -pero sin sentido- pavas y otros elementos culturales e históricos. Se llenan la boca diciendo que leyeron un libro mainstream y cuentan una historia que realmente no entienden. Una a la que jamás podrían igualarse, con la que jamás podrían simpatizar pero con una convicción que ni el mismo Jesucristo. 

Esa noche en el supermercado, luego de optar por coger una caja de claras de huevo ya licuadas, “el equivalente de 27 huevos” y según la etiqueta “una súper fuente de proteínas”  -para resolver y complacer al paladar en la mañana- se me encendió el estado de alerta solito. Mis ojos escaneaban a cada persona que pasaba frente a mí intentando leerles la pinta. Me pregunté si me habré vuelto xenófoba y es muy probable, pero, ¿quién puede culparme? ¿De qué otra manera pretenden que reaccione? ¿Poniéndome de rodillas, como hacen los soñadores? No me da la gana, no lo voy a hacer. Yo sueño otras cosas. Ese discurso de que la tierra es libre y cada cual puede habitar donde guste, es un cuento que sólo favorece a los ricos, y ustedes lo saben. Aunque estoy de acuerdo y opino igual: esta tierra no es mía, ni de ustedes, ni de nadie. Pero no es lo mismo habitar que poseer. Coexistir que desplazar. Y de coexistir, ninguno de ellos sabe. De otra manera, no estarían burlándose y compartiendo en las redes sociales la gran hazaña lograda: vivir en un paraíso fiscal, exentos de rendir impuestos, comiéndole la comida a los pobres nativos y apropiándose de los cantos de agua salada — que por ser una isla, son bastantes. ¿Consideran eso justo? 

Cuando le encontré sustitutos a lo que fui a buscar en el supermercado, lo respiré, lo aguanté hasta cinco y lo solté. Me fui tan rápido como pude de aquellos pasillos, directo a la caja Scan and Go. Me da una pena increíble como han sustituido también a la gente por máquinas, pero bueno, no pagué por los huevos licuados. Ni por dos o tres cositas más, y no me avergüenza decirlo porque nadie debería pagar tanto para comer. Nadie debería pagar tanto para vivir y aquí poco nos falta pa’ que nos cobren por el oxígeno. Pero confieso que me fui con las ganas de hacer algo, lo que sea.  Ya ha sido suficiente el abuso. Por eso les convoqué para contarles cuál fue mi wake up call y si no han tenido el suyo, que sea este. ¿Qué carajo vamos a hacer pa’ sacarlos de aquí? 



— MELISSA ORSINI 

Borikén, El Caribe

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